Los misiles que la organización Hamas está disparando contra algunas ciudades israelíes, aun sabiendo que en su inmensa mayoría ni llegarán a hacer tierra, conmueven en todo el mundo, y es lógico. Nadie quiere ver nunca un solo ciudadano del mundo, una sola ciudadana del mundo, un niño, una niña, morir o llorar al ver morir a un familiar, por un misil disparado en cualquier rincón del mundo.
La pregunta, ya que en aquello estamos todos de acuerdo, es: ¿qué es lo que nos hace aceptar como natural, sin escandalizarnos, sin siquiera dedicarle atención en la cotidianeidad de nuestras vidas, que otras vidas (y muchísimas, pero muchísimas más) sean destrozadas a diario por la fuerza de un Estado que es, en términos militares al menos, el más poderoso de la región?
Apartheid, todos los días
Cuando escuchamos hablar de Apartheid, todos/as pensamos en Sudáfrica, desde mediados hasta fines del siglo pasado. Es lógico también: la palabra (que significa “separación” en afrikáans) nombra al sistema de segregación racial que “legalmente” se aplicó en Sudáfrica y Namibia durante décadas. Legal en tanto funcionó con leyes y ordenanzas que las fuerzas coloniales hacían cumplir con represión y terror; no estamos hablando de un racismo escondido, tapado, “clandestino”.
Hoy, en pleno siglo XXI, uno de los rincones del mundo en donde ese sistema funciona casi con las mismas características, es en los territorios de Palestina ocupados por el Estado de Israel.
Allí, los habitantes de origen árabe palestino son, en sus propios pueblos y ciudades, ciudadanos y ciudadanas de segunda. Diariamente, sin tregua ni descanso (aunque la gran prensa internacional sólo se entere cuando algún misil vuela cerca de Tel Aviv), millones de palestinos y palestinas sufren el racismo en su más descarnada expresión. Son deshumanizados como lo fueron las y los negros de Sudáfrica hace medio siglo. Ahora, en este mismo momento.
Todos los días, miles de palestinas y palestinos deben soportar reiteradas humillaciones para moverse por las calles de sus pueblos y ciudades. Todos los días, miles de ellos y ellas tienen que soportar horas de espera, bajo el sol, el frío o la lluvia, para atravesar los puestos de control que sólo palestinas y palestinos deben atravesar.
Enfrente, las familias palestinas tienen un Estado que fue impuesto hace 73 años en sus tierras, desplazando –expulsando- su población. Un Estado que oficia de “policía de la región” al servicio de los EEUU y que a cambio de ese trabajo recibe multimillonarias ayudas anuales del país norteamericano: miles de millones de dólares que anualmente recibe Israel para equipar y fortalecer su ejército y para implementar políticas (como la vacunación masiva y rápida de sus ciudadanos) que después muestra con orgullo al resto del mundo, para posicionarse como el ejemplo que pretenden ser del país civilizado y avanzado de la región.
Ese Estado que bloquea económicamente al pueblo Palestino, que ha llegado a perseguir e impedir el paso de los barcos que llevan ayuda humanitaria para la región, que ha incluido la práctica de arrasar los campos de olivos (que tardan décadas y décadas en crecer) como forma de sanción –y tortura- económica; ese Estado es conducido desde hace al menos doce años por una ultraderecha imperialista que en nombre de Israel comete crímenes de lesa humanidad y violaciones a los derechos humanos con total impunidad. Son los herederos de quienes en 1995 asesinaron al primer ministro Yitzhak Rabin para impedir cualquier posible avance en un proceso de paz.
Ese Estado que, cuando no promueve, avala la continuidad y profundización de los asentamientos y ocupaciones de colonos judíos que toman más y más tierras, a menudo volviendo a desplazar población palestina. Desde 1967 a esta parte, los asentamientos de israelíes en territorio ocupado de Palestina pasaron de menos de 50 a 400 y los colonos pasaron de ser menos de 100 mil a casi 700 mil.
Frente a ese estado que los oprime a diario, que los humilla y pisotea cotidianamente, el pueblo palestino reclama al menos poder vivir en paz en los territorios de la Franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental, que en total no constituyen más del 22% de la patria histórica Palestina.
Impunidad
Así y todo, el mundo parece haberse acostumbrado a estos 73 años de ocupación, de destierro, de represión. La limpieza étnica implementada por el Estado de Israel en la región goza de la complicidad o al menos el silencio de la prensa internacional hegemónica, y nuestro país no es la excepción.
Medios como Infobae (el portal digital más leído de nuestro país) y por supuesto todos los vinculados a los grupos Clarín y La Nación; desvergonzadamente parecen escritos en la embajada Israelí o en el Pentágono. No les molesta, a estos supuestos paladines de la lucha por la libertad de expresión, que en su ataque contra el pueblo palestino el Estado de Israel haya bombardeado hasta derrumbar, hoy mismo, el edificio donde tenían sus oficinas de prensa en Gaza la Asociated Press, Al Jazeera y otros medios de la región e internacionales. Un crimen de Estado cometido para ocultar otros crímenes de Estado, que sin embargo a los países “defensores y exportadores de la democracia”, como los EEUU, no ha conmovido ni escandalizado.
Pese al encubrimiento de las elites, las organizaciones de defensa de los derechos humanos que han calificado el régimen racista y opresor de Israel sobre el pueblo palestino en esos términos, se han multiplicado: hace semanas se sumó Human Rights Watch a otras como B’Tselem (el Centro de Información Israelí para los Derechos Humanos en los Territorios Ocupados), que ya en enero de este año habló de Apartheid. “Un régimen de supremacía judía desde el Río Jordán al Mar Mediterráneo: Esto es Apartheid”, tituló su declaración pública.
La chispa
¿Cuál fue, esta vez, la chispa que hizo que corra el fuego sobre el campo orégano en la región? ¿Qué pasó para que, ahora sí, los medios del mundo posen sus ojos en el conflicto entre Israel y Palestina?
Un hartazgo creciente entre la población de origen palestino, particularmente en el Este de Jerusalén, preparó el terreno. El desalojo de familias palestinas en el distrito de Sheij Jarrah, en Jerusalén Oriental, un barrio de mayoría árabe, a las que se les da un plazo de 15 días para ceder sus hogares a colonos judíos con la amenaza de ser echados a patadas en caso de no acatar las órdenes; llevó la tensión a un límite insoportable. La manifestación de júbilo de nacionalistas israelíes y judíos ortodoxos, celebrando la histórica ocupación, que incluyó marchas de simpatizantes del partido Lehava (de ultraderecha, aliado de Netanyahu) al grito de “¡Muerte a los árabes!”, mientras las fuerzas israelíes reprimían dentro y fuera de la Mezquita El Aqsa (lugar sagrado para el Islam), dejando cientos de heridos, justamente cerca del cierre del Ramadán; fue otra de las gotas que rebalsaron el vaso.
Después vino lo que todos y todas más o menos conocemos: los misiles del Hamas y el bombardeo israelí sobre las ciudades palestinas. Los niños y las niñas muertos, las casas y edificios destruidos, las vías de comunicación cortadas, la ayuda humanitaria saboteada; y el eterno volver a empezar del pueblo palestino.
¿Vidas que no importan?
Entonces de nuevo: ¿qué hace que aceptemos como normal que las vidas de millones de palestinas y palestinos sean diariamente pisoteadas, ultrajadas, perseguidas y en muchos casos exterminadas, por el Estado de Israel?
Este mismo medio en el que escribo estas líneas, el que hacemos nosotros, Río Bravo: ¿por qué sólo publica notas sobre Palestina e Israel cuando los misiles surcan el cielo y no considera(mos) que hay historias para contar ni atenciones que llamar ante la diaria violación de los derechos humanos que implica este verdadero Apartheid en marcha, en pleno siglo XXI?
Si algo debería quedarnos como lección de todo esto, cuando las bombas callen y los misiles dejen de volar, es que no nos puede volver a pasar. No nos puede volver a resultar normal el diario sojuzgamiento del pueblo palestino. No nos podemos volver a acostumbrar al muro que el Estado de Israel levantó donde quiso y contra quienes quiso. No nos puede volver a ocurrir que las vidas que cotidianamente al pueblo palestino le son arrebatadas en la lucha por su libertad, no sean noticia ni nos escandalicen.
Para que no haya guerra, tiene que haber justicia, respeto y paz. Tan simple y obvio como eso. Desde acá, nuestro humilde aporte tendrá que ser el de no aceptar, cuando los bombardeos de estos días cesen, que todo volvió a la “normalidad”.
Porque esa normalidad, justamente, es lo que no tiene que existir más.
Publicado por Río Bravo el 15 de mayo de 2021.