“Los que transitamos nuestra infancia en los '80 sentimos que quedó atrás para siempre una parte importante de nuestras vidas”, dice Santiago Mac Yntyre en esta cálida y conmovedora evocación. Consciente de que no podría escribir sobre ninguna otra cosa, nos ofrece este video realizado con la voz de Nicolás Batalla. Y nos recuerda cuánto fue parte de su (nuestra) felicidad el pibe de Villa Fiorito que conquistó el mundo mientras “intentábamos comprender de qué se trataba la vida”.
El pendejo abría la boca y se maravillaba con cualquier cosa. Allá iba, volando por sobre la selva. Entraba y salía del túnel verde nada más que con mover dos o tres dedos. Elevaba la cabeza y ascendía en el aire, de repente se largaba en picada. La media hora que llevaba sobre el techo del camión bastó para llegar a dominar la técnica que según había leído es la que aplican los cóndores para remontarse y planear.
Hacía cincuenta kilómetros que habían hecho dedo al camión repleto de materiales de construcción, se acomodaron sobre la pila más alta de bolsas de cemento y allá estaban, barrenando las ondulaciones de las sierras misioneras.
Sentía que casi no le faltaba nada. Tal vez algo de música para los momentos detenidos al borde de la ruta. Y una melena bien larga como la de los muchachos cordobeses que habían encontrado en un cruce de rutas la tarde anterior. Pero el walkman acababa de inventarse y él todavía no había visto uno, la música todavía era algo poco transportable. Tampoco era posible la melena, los pocos días del verano no alcanzaban para recuperar los recortes impuestos por los preceptores.
Los cordobeses, que ya iban remontando el regreso, dijeron algunas cosas sobre los rigores del clima y el ambiente agreste. Algo se notaba en los rostros despellejados a golpes de sol y los raspones de ramas en la piel. Pero eso les pasaba a ellos, al pendejo no. Él se comía el paisaje, la exhuberancia del follaje y la vida que se le presentaba ahí, hacia el frente en cada tramo de ruta.
Las dos materias que le quedaron para marzo no ayudaron mucho a la hora de negociar el permiso con los padres. Lo conquistó a regañadientes bajo rigurosas promesas de encerrarse con las carpetas y los libros de Repetto, Lisnkens y Fesket, apenas regresado. Él, que no arrugaba nunca, redobló la apuesta y cargó la carpeta en la mochila. Y allá iba, con una mochila recargada, haciendo fuerzas para no revolear la carpeta en el próximo puente que crucen. Ya había tirado el repelente que la vieja le deslizó a escondidas en un bolsillo de la mochila. Cuando entendió que en la meseta misionera no hay mosquitos, el tarro de Off pasó a ser una molestia.
Por aquí anduvo Quiroga. Llegó como fotógrafo acompañando a Lugones, enviado por La Nación. Lugones regresó apenas terminado el reportaje. Quiroga se quedó y nunca más regreso. O sí, regresó, pero ese que volvió ya no era el mismo Quiroga. En sus años misioneros, luchó por sacarle agua a la piedra; describió como nadie al hombre de la selva y las chacras; conoció el alma del inmigrante; saboreó enfermedades y muertes; trabajó la tierra, la madera y el alma; derrochó con generosidad pólvora, tinta e ingenio. Su tránsito por el Teyú Cuaré se asemeja al relieve de la provincia, con mesetas, subidas y feroces descensos.
El pendejo no. El pendejo vivía otra historia. Pasó momentos de angustia y algo de miedo la madrugada anterior, cuando los prepearon los policías en la garita de la ruta 12 en Posadas. Todavía le duelen las patadas que recibió arriba de la cintura y desde entonces mira con recelo los borceguíes. Pero todo lo demás era vida, futuro y libertad.
Bajaron del camión de materiales y saltaron a una camioneta que parecía esperarlos. Los dos mochileros polvorientos se mezclaron con rostros ucranianos, pieles morenas, tonadas brasileñas, polacas y el idioma dulce del guaraní de las selvas. Los miraban con curiosidad, preguntaban cosas sobre el viaje. No se animaron a contar directamente que andaban de vacaciones. Tuvieron algo de pudor frente a esos hombres que iban a trabajar, tal vez a los yerbales, a carpir en un tabacal o a trozar troncos en algún aserradero. Al cabo de unos kilómetros, la camioneta frenó para que se bajen y luego se esfumó en un camino rojo y polvoriento. Ya no se lo veía más, pero seguían llegando los saludos a gritos pelados de los compañeros de viaje.
Era el segundo día de la travesía. Aquella noche dormirían al costado de un arroyo muy cerca ya de las cataratas. Armaron la carpa, no paraban de compartir impresiones, evaluar la experiencia, e intercambiar registros mientras armaban un par de sánguches de galleta y mortadela. Se propusieron que a la vuelta acamparían sobre el otro arroyo que habían cruzado, aquel donde el puente hace una curva sobre el agua.
Cataratas era mucho más de lo que imaginaban. Les entraba por la piel, los ojos, los oídos y las narices. Si alguien iba y les decía que ahí había un centro cósmico y que navegar esas aguas era una especie de viaje astral, se lo hubieran creído de inmediato.
El regreso también estuvo cargado de descubrimientos.. Llegaron al arroyo colgados de los estribos de un camión de gaseosas. Al descender encontraron patrulleros, una ambulancia y una lanchita de la que bajaban un bulto envuelto en unas mantas. Ayudaron a cargar en la ambulancia el cuerpo del mochilero ahogado. Esa noche hablaron poco. Tampoco practicaron los prometidos saltos desde los pilotes del puente.
Él sigue volviendo al encuentro con la selva, la madera, los pájaros y el agua. Sigue volviendo a encontrarse. No le costó mucho entender qué llevó a Quiroga a aquietarse junto a las barrancas al borde del monte.
Publicado por Río Bravo el 24 de octubre de 2020.
No se le iba el julepe al Pekoso. Andaba bastante asustado pero no quería dar el brazo a torcer. Sabía que la amenaza del Polaco era cierta. “Si te vuelvo a ver por el barrio te fondeo, pendejo”, le había dicho.
Pekoso no se metía con el Polaco ni con sus soldaditos. Pero armaba bardo en el barrio y hacía llamar la atención. Otras veces, llegaba a los piques con algo para descartar y la cana solía enterarse; entonces, el Polaco tenía que moverse muy sigilosamente, no sea cosa que lo agarren por casualidad mientras buscaban a otro.
Lo del Polaco siempre fue muy limpio. Le traen la mercadería, la fracciona rápido y al toque la hace distribuir. Una parte fraccionada se la deja en la casa para algunos clientes que caen a comprar en remises o en autos importantes. Los pibes saben que a los autos que llegan preguntando por el Polaco no se les molesta, ni se les mira. Así funciona la cosa.
Por eso, lo del Pekoso jode. Es un bando. Y se manda las macanas, más para joder que por negocio. Al principio, con el miedo que tenía, se pasó días sin pisar el barrio. Pero le costaba mucho, extrañaba, sobre todo al bebé. De a poco fue juntando coraje y una madrugada se escabulló entre las vías, atravesó los cañaverales y se mandó a la casa de la Moro. Fue una visita furtiva, sobre todo para ver al bebé y dejarle un beso en los cachetes. Varias veces le advertí que tenga cuidado, que no se confíe; que se la iban a dar.
Yo no quería salir aquella noche que vino a buscarme con esa moto. Una Guerrero impecable, llena de adornos. “Le robaron la motito / al boludo de Carlitos…” canturreaba y se festejaba la hazaña. Esa madrugada fuimos ganadores, salimos con el tanque lleno y nos llevamos puestos todos los semáforos en rojo que se nos atravesaron. Cruzábamos las avenidas haciendo zigzag y fuimos y volvimos no sé cuántas veces por la Costanera.
Nos pavoneamos, nos hicimos ver por todo el mundo. La Guerrero zumbaba como si fuera un avión a chorro. Me dejó en la puerta de mi casa cuando empezaba a salir el sol, todavía la gente dormía en el barrio. Apenas se escuchaba alguna música fuerte de alguien que intentaba prolongar la noche. Nos despedimos, quedamos en volver a encontrarnos a la tardecita y salió ensayando unos willys.
Esa mañana, el barrio se llenó de canas. Enseguida pensé que había pasado algo con el Pekos. Me preocupé mucho pero no podía salir a preguntar, tenía que andar con disimulo, no sea cosa…
Después supe que habían estado revolviendo en lo del Polaco, le recabió. Era muy raro el asunto, porque los canas nunca lo molestaban a pesar de que sabían que en esa casa se distribuía.
Pasé como una semana sin saber nada del Pekoso, no me animaba ni a pasar por lo de la Moro para averiguar. Hasta que me lo encontré en la avenida, venía caminando tranquilo y sonriente. Nos saludamos, hablamos pavadas hasta que le pregunté si había pedido rescate por la moto. “No sabés, esa moto quemaba, la andaban buscando los canas. Esa madrugada la dejé estacionada en la puerta de la casa del Polaco, le recabió”.
Publicado por Río Bravo el 22 de diciembre de 2019.