Quería juntar estas dos personas que pertenecen a dos mundos tan distintos como son el fútbol profesional y el fútbol amateur, pero que su vez nos generan la misma empatía e identificación.
“Genios del hambre y la esperanza/ Vuelan junto a tu corazón/ No los olvides nunca/ Juega por ellos” (“Canción del Brujito”. Peteco Carabajal)
El mundial 90 es el mundial de mi vida. Tenía 8 años y nos pelábamos los codos en el Barrio San Roque jugando en calles de tierra que regaba el camión para evitar el polvillo descontrolado. Los calorcitos tenían a los vecinos de mi cuadra tomando mates en la vereda de paraísos y ligustros. Al viejo Garay lavando el auto. A Don Comas y sus ojos celestes tirando un chiste desde la puerta. Mi árbol cubría el banquito de durmiente de tren al que mi abuelo Erundino le había dado vida para que niños y grandes se acomodaran a atorrantear día y noche. Nosotros, los gurises, teníamos un mundo aparte: nuestras familias nos protegían de tener preocupaciones de adultos y podíamos armar nuestras historias de las que casi no se enteraban (a menos que algún bocón se pusiera la gorra y contara). Aprendíamos a colarnos en conversaciones en jeringoso descifrando de a poco hasta entender del todo los secretos adultos.
“...Toma este campo libre y esa pelota de medias…” (“Canción del Brujito”. Peteco Carabajal)
Ese otoño del 90 nos marcó la infancia. En el campito de la esquina, con tres palos improvisados, intentábamos replicar algunas jugadas de la Selección y les juro que la ensayábamos hasta lograrlas. Yo siempre era Caniggia, porque el Pájaro le encantaba a una de mis tías, y porque además soñaba con que Maradona me dé un pase. En ese rincón nos reuníamos antes y después de los partidos a sufrir juntos y opinar con las opiniones de los grandes, controversias y errores. Pero había una sola cosa que no se discutía: Maradona era el más grande de todos.
“Y dale alegría, alegría a mi corazón”. (“Y dale alegría a mi corazón”. Fito Páez)
Uno de los partidos no pude verlo completo. Volví corriendo y cuando doblé la esquina para llegar metieron un gol. Un amigo de mis tíos, el Conejo, festejaba saltando arriba del tapial de mi casa. Cada vez que quiero lo veo ahí: llorando y gritando con la remera en la mano, con una sonrisa enorme y su pelo largo. Si lo cruzo ahora al Conejo seguramente ni se acuerda de mí, pero ese día éramos una sola cosa inseparable, por eso inexplicable que nos unía.
“30 millones de negros transpirando en tu remera para jugar un mundial” (“Para verte gambetear”. La Guardia hereje).
Llegó el partido con Italia y me corría un frío en el estómago en esa definición por penales. Mi cuerpo entero empujaba por el triunfo, sentía que estaba ahí, que el partido también dependía de mí. Empujaba para darle una alegría a mi tío Pablo que la estaba pasando mal, y también porque mi casa era otra y nos volvíamos más felices. Una alegría genuina y no impostada. Alegría colectiva que a mí me daban más ganas de quedarme ahí.
“Llantos y risas de madres/ viendo en el diez al compadre” (“¿Qué es Dios?”. Las pastillas del abuelo).
Del partido con Alemania casi no puedo hablar. Nunca más lo pude volver a ver. En el momento del penal me fui a mi cama y me tapé los oídos con una almohada, pero los gritos de bronca traspasaron mi fuerte y tuve que salir a mirarles las caras a todos. Mi tío Claudio, que tenía menos fútbol que mi perro, me abrazó fuerte, me armó un poquito y me dijo: “no ganamos porque nos hicieron trampa”. Ahí entendí un poco más las injusticias del mundo en carne propia, la humillación a la que nos sometían los poderosos aunque pataleábamos de lo lindo. Mientras todos nos quedamos mirando la entrega de medallas, mi vieja la Yola, lloraba sumergida en una angustia que no le conocía, y siguió llorando varios días más cada vez que lo mostraban a Maradona puteando entrecortado “hijos de puta” al terminar el partido. Me da la sensación que lloraba más por el Diego que por ella misma.
“Caen las tropas de su majestad y cae el norte de la Italia rica, el papa dando vueltas no se explica, muerde la lengua de João Havelange” (“Maradó”, Los Piojos)
Más adelante comprendí que toda esa cosa mágica tenía que ver con una historia con centro en Diego Armando Maradona. El que arengó a todo el equipo en el 86 antes del partido con los ingleses, diciendo “tenemos que ganar porque estos son los que nos mataron los pibes” y caló en un pueblo que realmente sintió que en ese partido jugábamos una revancha con las herramientas que teníamos a nuestro alcance, sin olvidar la ocupación pirata en las Malvinas. Al que le hicieron una bandera que casi a modo de lamento decía: “Pibe ¿Por qué no naciste en México?” El “Diego de la gente” que logró empatía por sus orígenes pero fundamentalmente por nunca olvidarlos e intentar estar del lado de las causas justas empujadas por millones. La lucha por los jubilados, los viajes a Cuba, la participación en los actos contra Bush y el ALCA, el no callarse nada a riesgo de equivocarse y que le disparen de todos lados. Maradona encarna todo eso del potrero y el barro, incluso lo que tiene que ver con las tentaciones, los consumos y las mierdas que este sistema nos mete por todos lados para destruirnos y contra las que peleamos todos los días en el barrio para recuperar pibes.
“Carga una cruz en los hombros por ser el mejor” (“La mano de Dios”, Rodrigo).
Un ídolo de carne y hueso, endiosado también a gusto de algunos que querían verlo en la ruina. Su popularidad le costó la crucifixión por parte de muchos sectores que le exigen ser un ejemplo en todos los aspectos de su vida. No creo en el perdón a ciegas, porque considero que sin crítica y autocrítica no es posible la transformación. Para ser profundamente sincera, creo que los cambios se dan con la mayoría del pueblo, incluso con los adictos y los machistas, porque a todas las enfermedades sociales de este sistema hay que tratarlas sin matar a los enfermos; y re educarnos sin paredón.
“Agradezco, la alegría que me das” (“Yo te sigo”. Los calzones rotos).
Cuando miraba los miles de agolpados en puerta de Casa de Rosada nos veía a todos nosotros: a mis tíos Pablo y Claudio, a mi vieja, a mis primohermanos, a los gurises del barrio San Roque. Nos veía cantando la canción más linda de los mundiales en un italiano adaptado a nuestro oído y nuestra parla. Coreando y siendo felices arriba de las máquinas que arreglaban la calle para asfaltarla. Y desde el comedor de mi casa, siguiendo la despedida por la tele, me sentía parte de esos cuerpos adoloridos, abrazaba sus puteadas de la final del 90, que eran las de todos nosotros encarnadas por el Diez… ¡quién pudiera olvidar esa irreverencia sostenida desde abajo por 30 millones de argentinos! Cantaba con mi hijo “y ya lo ve, y ya lo ve, el que no salta es un inglés” junto a los que pudieron llegar a la puerta. Cuando se dice “Maradona nos dio alegría” es justamente eso: por un rato poder salirse de los problemas diarios que nos azotan, haber organizado un chupín con pescados flacos y quedarnos a jugar a las cartas, conseguir las figuritas del álbum intercambiando con otros, tirarse en un campito a buscar una pelota, verle la cara de felicidad por un ratito a alguien que amás y está muy triste. Quizá para algunos que pueden darse otros gustos la alegría esté sobrevalorada... pero para la masa enorme de “cabecitas negras”, créanme que a veces, es lo único que nos salva.
Hasta siempre, Diego.
Publicado por Río Bravo el 28 de noviembre de 2020.
Murió el Diego: en las redes, los medios, las columnas de opinión y grupos de wsp una palabra resuena, nada más ni nada menos que el concepto de contradicción.
La contradicción existe en todo, desde la unidad más pequeña de la materia, el átomo, hasta en los procesos sociales más complejos. Cuando la contradicción se resuelve aparece otra nueva, negar la contradicción es negar la realidad. Por lo tanto no podemos exigirle a una persona que no tenga contradicciones a lo largo de su vida, lo que sí podemos discutir es cuales prioriza y que caminos realiza para resolverlas.
Estoy sentado frente a la pantalla mientras escribo, miro a mi derecha y está mi biblioteca con libros de Marx, Lenin, Mao, es alumbrada tenuemente con una vela que acabo de encender junto a una foto del Diego y una estatuilla del gauchito gil. Háblame de contradicción.
Abro grupos de whatsap, mis amigos discuten, juegan a elegir uno de los tantos diegos que nos dio la historia. Algunos el del gol a los ingleses, otros el que le dijo que no al ALCA junto a Chavez y Fidel, otros con el que puteó a los italianos, el que bardeó al Papa, el que se peleó con la FIFA y así se va eligiendo entre los millones de Diegos. Podría decirse que hay un Diego para cada uno de los habitantes de nuestro país.
Algunos intentan resolver su contradicción con Maradona relativizándolo y ensayan la siguiente frase, “como jugador era un crack, pero como persona dejaba mucho que desear”.
La pucha tal vez para los simples mortales nos cuesta entender qué era Maradona. ¿Cómo un tipo puede ser tantos tipos, tantas ideas y tantas vidas a la vez? Lo fragmentamos y nos quedamos con una parte de él, la que más nos gusta.
Y también hay muchos que lo odian por diferentes motivos y algunos los entiendo.
Pero con los que no estoy dispuesto a discutir nada es con los gorilas, los de moral cipaya, los que se alegran cuando un pueblo sufre, con esos ni a la esquina.
A estos últimos lo único que les puedo decir es que hoy los que lloramos al Diego tenemos motivos muy nobles para hacerlo: lo hacemos porque hizo feliz a un pueblo con una pelota, porque se le plantó a los poderosos del mundo habiendo nacido en una villa, por que hizo “el gol más antiimperialista de la historia”.
El curso de la historia hará que nuestro pueblo vaya resolviendo sus contradicciones más profundas, no tengo dudas, pero hoy 25 de noviembre de 2020, el pueblo argentino llora su ídolo y yo y mis contradicciones somos parte de ese pueblo.
Publicado por Río Bravo el 25 de noviembre de 2020.
Una vez me regalaron el disco con la música de Cinema Paradiso, entonces ya había visto la película unas quince veces.
No podía evitarlo, escuchaba la música y se me caían unos lagrimones así. Como todas las veces que vi la película.
Hoy todo el mundo llora a Morricone y es justo. Entre todos fue el tipo que le puso música a la luz. Y no es caprichoso que estemos pensando también en cómo será el cine de aquí en más. Seguirá siendo, sin dudas. Como siguió sin Chaplin, sin Fellini, sin Mastroianni, sin Leonardo Favio y sin Brando.
Pero es inevitable que cualquier recuerdo sobre el cine nos traiga de nuevo la música del viejo Ennio. Por eso, Paradiso es tan Morricone como Tornattore.
Como el viejo cine de mi pueblo, que tenía las panas de los cortinados empapadas de músicas de Nino Rotta, Morricone y canciones de Sandro.
Fredo, el proyectorista del viejo cine de Giancaldo me recuerda a mi abuelo, por su parecido físico, y a don Fontela, el proyectorista de mi pueblo. Fontela regresaba a su casa después de la medianoche, caminando con la bicicleta al costado. Hasta en lo de la bici era como Fredo. En un pueblo donde poca gente tenía algo que hacer por las calles a esas horas, él era el único que podía estar bajando la cuesta y pateando el pedregal. En la duermevela de las noches de invierno, solía sentirlo cruzar. Si sólo se oían los pasos y el crique del piñón, era porque volvía solo. A veces conversaba, significaba que su hijo mayor lo había acompañado. Lo creía un tipo afortunado, no se perdía ninguno de los estrenos.
En una matinée pude ubicarme en la platea de arriba, bien cerca de la cabina de proyección, y nada que ver. Fontela no miraba la pantalla, se movía en la cabina enrollando carretes y ni bolilla a la película. Sería que no le gustaba Walt Disney, nomás.
Hoy, donde estaba el cine de mi pueblo hay un negocio grande que vende no sé qué cosas. Ya no se proyectan películas. Pero sigue haciendo falta un cine.
Si no, ¿dónde los gurises van a hacer su primera experiencia de ver un buen wéstern en Cinemascope? ¿Dónde vamos a volver a encontrar al acomodador que te alumbraba con la linterna alcahueta y te decía "dejá de manosearte, gurí", cuando pasaban algunas escenas picantes? ¿Y dónde irán a continuar las charlas del descanso entre las dos películas, donde algunos comentaban la que acabamos de ver y otros te espoileaban la siguiente, en épocas en que no sabíamos qué era espoilear?
Estoy seguro de que el cine de Giancaldo no podía tener otro nombre más justo. Pocos paraísos hay como un circo, una biblioteca, un potrero, un carnaval o un cine, esos lugares donde el pueblo se encuentra para ser feliz.
Por ahí andará Fontela, adonde haya ido habrá olor a tapizados viejos, a carbón de moviola, y música del viejo Morricone.
Publicado por Río Bravo el 6 de julio de 2020.
En las recurrentes crisis del capitalismo, a las que como anexo se agrega el agravante de la pandemia del COVID19, casi como una espiral de repitencias, con algunos matices hay dos aspectos notorios. Fuera de que quienes ganan son siempre los mismos, y que se socializan las pérdidas: la crisis saca lo peor y lo mejor de los individuos, la humana solidaridad, expresa en lo colectivo, en el interés genuino por el bienestar del otro, y por otro lado en la sistémica individualidad, el egoísmo, el sálvese quien pueda y como pueda.
En este tramo de las circunstancias ya no aportaría nada decir algo sobre la pandemia, al menos yo. No obstante, por haberlo vivido, esta vez osaré la autorreferencia situada entre la pueblerina vivencia de 2001 y la hoy global crisis pandémica.
En 2001, cuando la profundización de las medidas extractivas que implementara el gobierno nacional de entonces, con la repetida y hasta el día de hoy validada receta de ajuste y represión a los más vulnerables, desde los pueblos de pequeñas localidades perdidas en el mapa la crisis se vivía de alguna manera más en el cara a cara, y de nombre, de conocernos todos. Recuerdo que por entonces tenía yo un emprendimiento jardineril y había terminado de cursar el seminario en Paisajismo y Espacio Público Mirar y Producir, a través del Aula Virtual de la UNL. Digamos que enfrentando la crisis, y con algunos ahorros en una cuenta bancaria que el gobierno de De la Rúa y Cavallo confiscó, se robó, o como quieran llamarle. Crisis que en Entre Ríos se agravó con la emisión de papel moneda desvalorizado que llevaban la firma de un coterráneo nogoyaense que manejaba el Ministerio de Economía de la provincia (años después fue condenado por la justicia e inhabilitado para ejercer cargos públicos). Mientras, los muertos, la represión y la miseria angustiaban a la provincia de Entre Ríos y a la Argentina, y Nogoyá no fue la excepción. En esta extractiva miseria planificada, la funcionaria a cargo de administrar la Casa Municipal de Cultura, en donde funcionaba el Aula virtual de la Universidad Nacional del Litoral, se nos quedó con los fondos que debíamos pagar para poder cursar, en pesos o en lecops. Eran tiempos en los que se compraban senadores para sacar sí o sí la ley de flexibilización laboral, en que se despedían en la provincia a trabajadores del Estado y en la gestión local una funcionaria se robaba las cuotas de los estudiantes, un signo distintivo de las tres gestiones que pertenecían al mismo color político.
Aún así, en el día a día de la desvalorización monetaria hubo gestos de inmensa solidaridad en el pueblo. Además de la feria del trueque, se instalaba con dos sucursales un supermercado de conocidos capitalistas de una ciudad vecina, cuando al tiempo de dominar el mercado deciden no aceptar más los “Bonos Federales”, cuasimoneda devaluada de circulación provincial. Esto llevó a que gran parte de los vecinos fuésemos a comprar azúcar -“aunque sea un poco”- por dos federales, un poco de yerba -“ aunque sea un poco, lo que pueda”-, por dos federales, dos panes, por dos federales, en la despensa de Walter Rossi, en el Barrio Sur. Walter un tipo al que la historia no le hará bronces ni calles y, de seguro, esta nota no le hará del todo la honra que se merece, un tipo que mas allá de todo ponía una papa de más para quien iba por “lo que alcance”, un tipo al que no le ajustaba la mano para darse vuelta, tomar una bolsa de algo y decir “llévala nomás”, después me la pagas”, “alcánzame después no hay problema”, siendo que seguro sabía que ese después nunca llegaría.
Por mandato familiar y cuando mis clientes de los jardines pagaban en pesos, se iba a comprar a lo de Walter, porque era justo, simplemente por eso, porque era justo, ya que cuando había papeles que no valían nada, uno iba a lo de Walter porque en el supermercado no los recibían o recibían tan sólo un porcentaje del total de la compra.
Promediando 2003, con la provincia incendiada, tierra arrasada por hambre, por balas, por muerte, los docentes pasamos meses sin cobrar, ni siquiera federales. En este contexto llega a la provincia el recientemente asumido presidente Néstor Kirchner y su ministro de educación, Daniel Filmus, y oxigenan las arcas provinciales, comenzando la reconstrucción de un país en ruinas. A medida que fueron desapareciendo los bonos federales, también desapareció la despensa de Walter, porque aquellos que cuando el supermercado no los recibía con bonos iban a lo de Walter, ahora con pesos en las manos iban a comprar al supermercado, y no es una metáfora de la crisis, es la crisis en sí misma, la de la solidaridad y el egoísmo individualista en la misma senda.
Walter, por lógica del capitalismo, cerró la despensa. Recuerdo una vez en que me mostró el alto de anotaciones que no le pagaron. Vendió lo que pudo, incluso el inmueble, y salió como preventista a buscar pedidos para otro supermercado. Hace varios años, en mi primer trabajo como maestro rural, lo encontré volviendo a Nogoyá en moto. Esas cosas tiene el pueblo chico, a veces la solidaridad no es más que un relato.
No mucho después, Walter fallece. Simplemente el sistema siguió como si nada, como si un gran hombre no se hubiera ido, como si las “cuentas con la despensa hubieran sido saldadas”, como si el mágico sonido de la registradora en pesos del supermercado pudiera borrar el aroma de mezclas de la pequeña despensa, que nos recibió a todos, con plata o sin plata.
La crisis ha vuelto y, casi como un calco, las actitudes que nos diferencian. Lo que no volvió es la pequeña despensa absorbida por los grandes emporios. Ayer, mi hermana, y en esto asumo la autorreferencialidad con el orgullo fraterno de decirlo, en la distancia de la cuarentena, le comento que por qué no había hecho los trámites para la IFE, ya que no está trabajando ni facturando nada, con la sana indignación de quien sabe que otros lo necesitan más, me responde: “mis hijos tienen para comer, no les sobra, pero no les falta absolutamente nada, hay otros que lo necesitan más; la señora a la que el marido la dejó con la nena y no la cobra porque tiene pensión, el albañil que como tiene seguro de desempleo por unos $5000 no la cobra, los padres de tus alumnos que vos me contás cómo viven, ellos la necesitan más, me muero de vergüenza si yo voy a cobrarla.”
El mundo está mostrando sus caras, el racismo, la xenofobia, cuando es a los inmigrantes pobres, la aporofobia hecha expresiones de odios que se postean sin vergüenza alguna (“planeros, negros de mierda, vagos”); la crisis saca lo mejor de algunos y lo peor de otros. El mundo no volverá a ser igual y, por esta condición humana, ante tantos liderazgos mesiánicos y promotores del odio, vale recordar que también hubo, que también hay otras caras, las del otro, las de quienes menos tienen, las de Walter y otros tantos parecidos que, quizás sin saberlo, hacen, han hecho historia, la de la solidaridad y la de un mundo más justo como una necesidad.
Prof. Pablo A. Álvarez Miorelli.
La foto es solo ilustrativa.
Publicado por Río Bravo el 22 de junio de 2020.